La belleza triunfa sobre el desorden

Ahora entiendo a los críticos de la Academia oficial francesa de mediados del XIX, que se escandalizaban al ver a dos aldeanos cabalgando a lomos de sus asnos que se cruzan en el camino de un bosque y se saludan levantando a la vez sus sombreros de paja. «¿Unos campesinos?», se preguntarían. «¿Qué han hecho ellos para salir en un cuadro?». Echarían de menos las diosas de cuerpos ideales y curvas perfectas, las pelucas y condecoraciones en el pecho de los hombres nobles, poder ver las arrugas de su cara y las venas de sus ojos. Pero el arte ya había entrado en otra fase: la modernidad.

 

Camille Pissarro, Camino en el bosque, 1877

La representación de Camille Pissarro en Camino en el bosque (1877) es el resultado de un proceso de desafío al orden artístico establecido que pretende ilustrar la Fundación Mapfre hasta el 22 de abril en “Impresionismo. Un nuevo Renacimiento”. Una exposición elaborada con 90 cuadros traídos del Museo d’Orsay de París, aquellos de los que el santuario impresionista no ha tenido reparos en desprenderse durante el tiempo que duren sus obras.

 

Decir impresionismo es evocar los reflejos en el agua de Monet, Le moulin de la Gallette de Renoir o los paisajes parisinos de Pissarro. Ilusionados por estos pensamientos, miles de personas hacen unos treinta minutos de cola estos días para ver la exposición, y decenas de ellas se quedan fuera al final frustrados en su intento. Es lícito que una hora después, esos mismos visitantes que lograron entrar, salgan preguntándose: «¿Esto es el impresionismo?», como reacción a la colección de cuadros sin carisma que ha pasado ante sus ojos.

 

La respuesta es sí. El impresionismo no son sólo Degas, Cézanne y Sisley, también son Bazille, Whistler y Fantin-Latour. El impresionismo es más que una luz brillante, unos colores vivos y una pinceleda libre. Bien es cierto que la Fundación Mapfre se salta una importante escala en el camino: la escuela de Barbizon, un grupo de pintores que introdujeron el paisaje como tema en sí mismo, y que guiaron a los impresionistas durante sus primeros pasos, conviviendo con ellos y dándoles consejos. Es incomprensible, pues, que los senderos de Camille-Corot o las lagunas de Daubigny no tengan un hueco en esta muestra que pretende definir el impresionismo como movimiento artístico.

Jean-Baptiste Camille Corot, Ville d'Avray, 1825 (no está en la exposición)

Además, la muestra es desconcertante en su cronología y enrevesada en el recorrido. El realismo de Millet y Courbet abre la exposición para socavar la rígida mentalidad académica, aquilatada en conceptos como la perfección formal o la precisión del dibujo. Ellos bajaron la pintura al campo, a la ciudad, a la representación cotidiana del trabajo de unos campesinos o espigadores. Tras un rincón dedicado a las bailarinas y los caballos de Degas, poco impresionista en su técnica pero mucho en su espíritu, y un recodo para la subversión del simbolismo, se llega a las dos únicas salas puramente impresionistas.

 

Los cuadros expuestos aquí dejan un ejemplo poco trascendente del trabajo de estos artistas. Aún así, no se puede ser inmune a los esquematizados pero extremadamente detallistas paisajes de Cézanne o a la deliciosa escena de El columpio de Renoir. A uno le gustaría ser francés para que se le pongan los pelos de punta contemplando la visión de Monet de La rue Montorgueil de París. Fiesta del 30 de junio de 1878.

 

Claude Monet, La Rue Montorgueil de París. Fiesta del 30 de junio de 1878, 1878

Edouard Manet aparece como paradigma del triunfo de la modernidad sobre la tradición académica. Pintor personalísimo, sus cuadros fueron rechazados una y otra vez por el salón oficial, la cita artística más importante del año desde 1725. En este caso, apenas La evasión de Rochefort (hacia 1881) y la figura española de El pífano (1866) dan muestras de su enorme calidad. Su historia merecerá un entrada en este blog en un futuro próximo.

 

Llegados a la última parte, en la planta baja, se habla de la Guerra Franco-Prusiana (1870-71), del asedio de la Comuna de París (1871) y de la escuela de Batignolles surgida en 1870; la mayoría de ellos son cuadros anteriores a los colgados más arriba. La exposición no se deja ver fácilmente, la muchedumbre y el desorden no lo favorecen, pero se pueden encontrar algunos detalles que hacen merecida su visita. Conviene despedirse con el sorprendente cuadro Patio de una granja en Normandía, de Claude Monet, situado en una esquina de la planta baja. No será fácil quitarse de la cabeza esa luz del atardecer.

 

Nombre: Impresionismo. Un  nuevo Renacimiento.

Lugar: Fundación Mapfre (Sala Recoletos).

Duración: 15 de enero – 22 de abril de 2010.

Horario: Lunes, de 14 a 20 horas; de martes a sábados, de 10 a 20 horas; domingos y festivos, de 11 a 19 horas.

Tarifas: Entrada gratuita.

Identidad tricolor

En el centro de la imagen, el San Agustín, buque insignia de la flota española, lucha contra el Aelus, la mejor arma de los holandeses. A la izquierda, el Nuestra Señora de la Vega es acorralado por tres barcos enemigos. En primer plano, unos hombres apuran la yema de sus dedos para agarrarse a un mástil que flota sobre las furiosas aguas de la bahía de Gibraltar. A su alrededor, las barcas de rescate acogen combatientes asustados, y en sus proas, dos hombres se tirotean el uno al otro, como si la inercia de la lucha les llevara a sacar rápidamente sus fusiles y seguir disparando. Banderas españolas, banderas holandesas, barcos chocando, cañones, humo, guerra, independencia.

 

La batalla de Gibraltar. 25 de abril de 1607, de Adam Willaerts, es uno de los cuadros recuperados por el Museo del Prado para la publicación de su primer catálogo de pintura holandesa del siglo XVII. Por esta efeméride, el museo desempolva de sus almacenes después de cincuenta años algunas de las obras procedentes de las colecciones de Felipe IV, Carlos II y los primeros Borbones.

 

Willaerts rememora con detalle, aunque con escasa habilidad para las proporciones, la primera victoria de los holandeses en la Guerra de los Ochenta Años, que culminó con el reconocimiento definitivo de su independencia de la Corona española en la Paz de Westfalia de 1648.

 

Sin tantas pretensiones históricas, Hendrick Cornelisz y Cornelis Claesz van Wierengen, entre otros, utilizan las batallas navales como expresión de la identidad nacional, y es que el poderío naútico y la riqueza de su comercio marítimo fueron las claves de la construcción de uno de los grandes imperios coloniales de la Historia.

 

A los cañonazos de la guerra escapan los paisajes invernales típicamente holandeses; amables escenas tienen lugar en los canales y los puertos helados de Amsterdam, donde los niños patinan, los perros corren y los nobles charlan amistosamente. Más extraño resulta que un caballo pueda cabalgar sobre el hielo sin romperlo con sus cascos, como sucede en el cuadro de Joost Cornelisz Paisaje invernal con patinadores.

 

Unos pocos metros antes aparece otra señal que identifica la pintura holandesa: Judit. Los artistas españoles, fieles a la tradición bíblica, solían representar el asesinato del general Holofernes a manos de Judit (para salvar la ciudad de Betulia del asedio del pueblo asirio) en el momento de la decapitación o de la huída. Los holandeses, adscritos a la línea calvinista que imperaba en Holanda, preferían evitar la comparación con los artistas de la metrópolis. Así, la pintura de Salomon de Bray a la entrada de la exposición Judit presentando la cabeza de Holofernes se centra en el momento del banquete. Además, la cabeza de la heroína está decorada con una corona de flores con los colores rojo, blanco y azul de la bandera holandesa.

Rembrandt Harmesz van Rijn, 'Judit en el banquete de Holofernes', 1634

 

También se puede ver la versión de Rembrandt de esta escena en Judit en el banquete de Holofernes, la única obra del maestro holandés que se puede ver en España. Conviene quedarse un rato analizando el brillante manto ceremonial de Judit y los detalles del mantel que cubre la mesa sobre la que posa su mano izquierda.

 

Con estos elementos, el Museo del Prado dibuja -sin pretenderlo- una historia de autoafirmación nacional, encuadrada en una exposición tan breve -56 obras- como diversa -33 artistas representados-. Un deplorable estado de conservación (aún visible en algunas piezas pese a la restauración) y los amplísimo fondos del museo los han mantenido en el anonimato durante largo tiempo.

 

Pero la muestra no acaba aquí. Al encarar la salida verá al fondo un grupo de hombres vestidos de negro y con bandas azules que posan orgullosos. Son La compañía del capitán Reijnier Reael y el teniente Cornelis Michielsz Blaeuw, de Frans Hals y Pieter Codde, que solo estará en Madrid hasta el 28 de febrero antes de volver al Rijksmuseum. Se trata de un retrato de grupo conocido como compañía de milicianos; voluntarios dispuestos a defender su patria con la lanza arriba y la mano en el pecho.

Frans Hals y Pieter Codde, 'La compañía del capitán Reijnier Reael y el teniente Cornelis Michielsz Blaeuw', 1633-1637

 

Ficha técnica:

Nombre: Holandeses en el Prado.

Lugar: Museo del Prado.

Duración: 3 de diciembre de 2009 – 11 de abril de 2010.

Horario: De martes a domingo de 9.00 a 20.00 horas.

Tarifas: General, 8 euros; reducida, 4 euros; gratis para estudiantes, menores de 18 años, desempleados, etc. 

Un puente para la eternidad

«Dime, sueño mío, ¿qué he de hacer? Abarcar de una mirada la inmaculada presencia en esta extensa soledad y, del mismo modo que se coge uno de los nenúfares mágicamente cerrados como recuerdo de un lugar, elevarlo repentinamente y rodear con blanco profundo la nada de un sueño puro, de una felicidad que no existirá nunca, y marchar con aliento contenido por temor a una aparición: alejarse demasiado despacio y en silencio, sin romper el hechizo con el remo y sin que el murmullo de las burbujas de espuma visibles en mi huída arrastre la trémula metáfora de mi robo de una flor ideal ante pies inesperadamente cercanos […]». (Stéphane Mallarmé, El nenúfar blanco)

 

Claude Monet rema por el estanque que él mismo ha diseñado, a imagen y semejanza de uno de los grabados japoneses que forman su colección. La barca de madera avanza entre los coloridos nenúfares que cuidadosamente ha seleccionado y se detiene delante del puente, sombreado por unos enormes sauces que dejan pasar la luz suficiente para inspirar al artista.

 

El estanque de nenúfares, 1899

Ese puente, el puente del jardín de Giverny, es el que da la bienvenida a este blog. En Giverny, en la región de Alta Normandía, a 72 kilómetros de su París natal, residió Monet la segunda mitad de su vida. Alquiló una casa en 1883, la compró siete años más tarde, cuando completó unas cuantas ventas exitosas, y se hizo una finca de 7.500 metros cuadrados. En ese espacio, Monet repartió la vivienda para él, su mujer Alice (su segunda esposa) y algunos de sus seis hijos e incontables nietos; hizo construir hasta tres estudios donde daba el último toque a sus paisajes al natural; y diseñó un jardín bañado por las aguas del pequeño río Epte y sus arroyos. Contrató a un equipo de seis jardineros para cuidarlo y puso a uno de ellos a cargo del estanque principal y sus nenúfares.

 

Jardín en Giverny, 1900

El estanque, entreverado de algas y sargazo, rodeado de lirios, juncos y sauces llorones y coronado por grandes matojos de nenúfares que brillan al sol, será el motivo dominante de Monet durante los últimos 30 años de su vida. Era meticuloso, muy meticuloso; importó de ultramar algunas plantas exóticas, cuya forma y color le interesaban, para disponerlas en el jardín como si fuera un atrezzo preparado para que reflejaran la luz como el pintor quería. El crítico de arte del Figaro, Arsène Alexandre, lo describió así: «Dondequiera que usted mire, a sus pies, a su cabeza, a la altura de su pecho, se encuentran estanques, guirnaldas de flores, bordillos en flor, en armonías que son a un tiempo naturales y planificadas y que cambian y se renuevan en cada estación del año».

 

Su rutina diaria era la de levantarse temprano, muchas veces antes del alba, para dar un paseo y estudiar el paisaje. Regresaba a la casa para comer a las 11.30; almorzaba tan pronto porque no quería perderse del sol de la tarde, cuando prefería pintar. Cenaba también pronto y se iba a la cama. En el almuerzo muchas veces recibía la visita de sus amigos y otros familiares. Allí pasaron algunas temporadas Renoir, Cézanne y Pissarro, sus compañeros impresionistas de París, y también Gustave Geffroy, su biógrafo de confianza, y sobre todo el político francés Clemenceau, que fue primer ministro entre 1906 y 1909 y de nuevo desde finales de la Primera Guerra Mundial hasta 1920.

 

Esas costumbres fueron perturbadas al principio por los vecinos. Los avispados hombres del campo trataron de sacar provecho de la presencia del famoso pintor en sus inhóspitas tierras exigiéndole el pago de un tributo cuando atravesaba sus campos, talando los árboles que Monet estaba pintando o echando atrás su intención de colocar plantas exóticas en los estanques porque podían estropear la ropa o envenenar el ganado que pacía en las lindes del jardín.

 

La pintura de Monet también evolucionó en Giverny. Las pinceladas gruesas con forma de manchas de color que reflejan la luz natural comenzaron a revolotear por el lienzo; superpuso las pinceladas para dar mayor sensación de movimiento, aunque sólo fuera el manso balanceo del agua. En sus últimos años dejó de pintar grandes paisajes; ya con problemas de vista (en 1923 se operó de cataratas en ambos ojos), acercó el objetivo a los grupos de nenúfares que inundaban el jardín. Estos nenúfares fueron el motivo de la última serie que pintó, donada al Estado francés como celebración del fin de la guerra y que fueron expuestos en el Museo de la Orangerie de París.

 

Nenúfares, 1919

 

Claude Monet murió en Giverny en 1926 a los 86 años. Hoy, su casa es el principal reclamo turístico de este pueblecito normando de medio millar de habitantes; 500.000 personas la visitan cada año durante los siete meses que está abierta (de abril a noviembre). Las enredaderas siguen escalando los muros de los edificios, restaurados hace diez años, y el puente aparece pintado de verde, poco que ver con el que Monet hizo eterno.

 

El puente japonés, hoy

Recuperar al crítico de arte

Llámenme romántico. O iluso, si quieren. Pero, la verdad, me gustaría que la figura del crítico de arte volviese al periodismo. Cualquier director de prensa se reiría en mi cara. Homer Simpson me saldría con eso de: “sí, claro, y yo vivo en el país de las piruletas, en la calle de la gominola”. Pero pienso que su regreso puede ayudar a difundir el arte contemporáneo y a crear una opinión más formada sobre el arte a todos los que frecuentamos los museos.

 

Soy consciente de que hay muchos argumentos de peso en contra; que si el arte no vende, que a quién le interesa eso…Estamos pasando por una era audiovisual en el periodismo en la que nos informamos básicamente a través de la televisión o de Youtube (no es broma, en algunos colegios de Inglaterra lo utilizan como fuente de aprendizaje).

 

Los aficionados al arte no somos muchos, y muchos menos los que leeríamos una columna de opinión en un periódico sobre alguna exposición. Pero para aquellos que lo haríamos, sería una gran ayuda que algún experto nos hubiera presentado a Cy Twombly, un veterano pintor norteamericano que el verano pasado expuso quince cuadros muy interesantes en el Prado, y que contadas personas fueron a ver porque casi nadie le conocía. Si alguien nos hubiera informado de la exposición, del artista y, en definitiva, nos hubiese puesto los dientes largos por ir a verle, el número de visitantes hubiese aumentado considerablemente.

 

Cy Twombly; Lepanto; 2001

No quiero pintar al crítico de arte como una figura etérea, que todavía no existe y hay que fabricar. Crítico de arte puede ser un comisario de exposiciones, un guía de museo, un investigador de la Historia del arte, un periodista especializado o un artista profesional. Basta con poseer los conocimientos suficientes y tener criterio para valorar una obra.

 

Estos bienhechores del arte vivieron sus días de gloria a finales del siglo XIX y principios del XX en Francia, la meca del arte en esos años. Escribían artículos habitualmente en los periódicos de París en los que hablaban de la actualidad del arte y criticaban las nuevas propuestas de los artistas de la época.

 

En 1874, un grupo de 39 pintores expuso una serie de cuadros entre los que se encontraba Impresión: sol naciente, de Claude Monet. Al día siguiente, Louis Leroy tituló su columna en el diario Le Charivari Exposición de impresionistas. Del cuadro de Monet decía, parafraseando su título: “Al contemplar la obra pensé que mis anteojos estaban sucios, ¿qué representa esta tela?…, el cuadro no tenía ni derecho ni revés…, ¡Impresión!, desde luego produce impresión…, el papel pintado en estado embrionario está más hecho que esta marina”. El resto de críticos que opinaron sobre la muestra también transmitieron unas críticas demoledoras, que ayudaron a que los pintores no consiguiesen vender ningún cuadro. El mundo del arte francés, excesivamente academicista, no estaba preparado para una revolución de ese calibre.

 

Claude Monet; Impresión, sol naciente

El artículo de Leroy alcanzó el efecto contrario al que pretendía. A pesar del uso peyorativo del término, a ese grupo de artistas le gustó la palabra. Impresionistas. Era precisamente lo que querían, producir una impresión fugaz de la realidad mediante la luz reflejada en el paisaje. Decidieron que aquella denominación les identificaría como grupo.

 

Seis años y dos exposiciones impresionistas después, una parte de aquel elenco de pintores consiguió ganarse el favor del público y de la crítica. Esos son los nombres que nos han quedado para la Historia de la pintura: Claude Monet, Auguste Renoir, Edgar Degas… El triunfo de esta nueva forma de pintar propició la posterior aparición de algunos artistas brillantes, entre ellos, Vincent Van Gogh.

 

Algo parecido sucedió con el nacimiento del grupo fauvista, antítesis del impresionismo en cuanto a la intención de plasmar la realidad tal y como es. Su nombre lo acuñó el crítico Louis Vouxcelles en 1905 después de ver esos cuadros de colorido exagerado junto a una delicada escultura de corte clásico. Tituló el artículo Donatello entre las fieras.

 

Henri Matisse; La habitación roja

Los autores de esos cuadros, liderados por Henri Matisse, pensaron que la palabra fieras definía perfectamente su estilo agresivo de pintar, y decidieron identificarse desde entonces con el nombre de fauvistas. Más tarde, no les costó mucho ganarse el favor de la sociedad parisina, que empezaba a acostumbrase a los nuevos movimientos de vanguardia.

 

Ambos son ejemplos de la influencia que tenían los críticos en la Francia de aquellos años. Eran hombres reputados y escuchados, que con sus críticas colaboraron a la difusión y a la evolución del arte.

 

A lo largo del siglo XX, los críticos de arte se han encerrado demasiado en su especialización, se han elitizado y se han dedicado exclusivamente a escribir a su público de intelectuales y listillos entendidos en la materia, desarrollando un lenguaje quasi sectario que se aleja mucho de los principios de la redacción periodística. Expresiones como “dinámica procesual” o “enjambre dialéctico” son inaceptables en un texto periodístico.

 

Este encerramiento, unido a la pérdida de interés de la gran masa social por el arte, les ha sacado de las páginas de los periódicos y ahí han perdido su canal de comunicación con el gran público.

 

Para superarlo es necesaria una mayor proliferación de periodistas especializados en arte, que por su conexión con la actualidad y con la opinión pública son los que mejor pueden transmitir una crítica con estilo y lenguaje accesibles. Acercaríamos al gran público el arte contemporáneo, en el que hay muchos artistas muy interesantes deambulando por las salas más inhóspitas, y ayudaríamos a que la gente conociese a algunas de las figuras más geniales de la Historia de la cultura. Podemos empezar por los propios impresionistas, de los que la Fundación Mapfre inaugura una exposición el día 13.

Redondela: La serenidad de la pintura

Agustín González Alonso (Madrid, 1922), más conocido como Redondela, está pintando uno más de los cientos de paisajes que ha hecho en sus más de 60 años de vida artística; “éste lo he empezado hoy”, nos confiesa. Se trata de unas casas de pueblo que se levantan enormes sobre un muro bajo, rodeadas de unos árboles inmóviles. Mezcla los colores sobre una tabla de mármol y los aplica sobre el lienzo, todavía bastante blanco. Hoy ya sólo pinta por afición, “porque me canso», asegura. «Antes me podía pasar el día entero pintando, pero la edad nos pasa factura”. Tiene 85 años; ya se ha retirado del círculo del arte, pero le siguen comprando cuadros y los investigadores continúan interesándose por su obra. Ha protagonizado 32 exposiciones individuales y ha participado en más de cincuenta muestras colectivas. El mayor reconocimiento a su carrera se produjo en 1998, cuando el Centro Cultural de la Villa de Madrid le dedicó una exposición antológica. 

Hacemos la entrevista en su taller, ese lugar sagrado para todo artista, de donde han salido tantas grandes obras de arte, algunas de ellas colgadas en las paredes de la estancia. Redondela se sienta en su diván de cuero, enciende un cigarrillo y se dispone a contestar a nuestras preguntas. 

  

Vivero, 2006

  

PREGUNTA: El poeta José Hierro dice que “Redondela pinta lo que ya no se ve”, ¿qué significado tiene para usted esa frase? 

RESPUESTA: El significado es que yo pinto mucho con el recuerdo. Yo al natural no hago más que apuntes, y luego lo trabajo en el estudio. Es el recuerdo lo que tiene más influencia en mis cuadros. El recuerdo buscando pintura, que a mí es lo que más me interesa, y conservando una personalidad que tiene que tener todo pintor; buscando un sentimiento y una calidad. 

  

P: Todos los críticos coinciden en decir que sus paisajes están llenos de serenidad, que son apacibles, tranquilos. ¿Es eso lo que pretende transmitir? 

R: Eso es consecuencia de la personalidad de cada uno. Yo creo que la pintura refleja siempre la forma de ser de un pintor, y yo creo que estoy muy cerca de mi pintura, de mi manera de ser y de mi manera de actuar.

  

P: ¿Se considera usted paisajista? 

R: Sí, esencialmente paisajista. Aunque yo he pintado de todo desde muy joven, siempre ha sido el paisaje el tema con el que más me he identificado y con el que he concebido las obras más representativas de mi pintura. 

  

P: ¿Por qué eligió Redondela como nombre artístico? 

R: Es una herencia. Mi padre, como pintor, se dedicó a la escenografía, que no deja de ser una forma de pintura, porque en aquellos años era muy difícil vivir de la pintura. Entonces se metió a la escenografía y decidió firmar sus obras con el seudónimo de Redondela, que es un pueblecito de Galicia donde el nació. Y ya fuimos una familia conocida por este seudónimo. Yo empecé a firmar mis cuadros también como Redondela; y no sé si hice bien, porque a veces me han confundido, pero no estoy arrepentido; podía haber firmado con mis apellidos y no hubiese pasado nada, porque lo importante es lo que haces, no cómo firmas. 

  

 

 

P: Estudió en Madrid, en la Escuela de Artes y Oficios, ¿tuvo en aquella época algún mentor, algún maestro? 

R: Pues en realidad mi maestro ha sido el Museo del Prado, no salía de allí. Y luego he tenido admiración por muchos pintores. Recuerdo en mi juventud a Solana [paisajista aragonés de principios del siglo XX], que es un pintor impresionante, a Sorolla… y una gran cantidad de pintores españoles y de fuera de España. Pero yo creo que la mayor influencia siempre fue el Museo del Prado; ahí están las raíces de mi pintura.

  

P: A usted se le incluye como miembro del grupo de la Escuela de Madrid, ¿cómo era ese grupo? 

R: En realidad fue un grupo creado por la crítica. Éramos unos cuantos compañeros de las mismas edades y con una pintura muy distinta, la verdad. Pero la crítica empezó a catalogarnos como la Escuela de Madrid, así que no fue una cosa premeditada por nosotros. 

Fuimos unos vanguardistas, porque en esos años la pintura en España era muy pobre y muy académica [sujeta a las normas establecidas por las academias de pintura], y nosotros fuimos una renovación de la pintura. Y todavía había algunos críticos en España que nos ponían verdes.  

  

P: ¿No solían reunirse para hablar de arte, como hacían los impresionistas en los cafés de París? 

R: Sí, eso sí. Nos reuníamos con frecuencia, todos nos apreciábamos y hubo una camaradería entre todos nosotros muy importante.

  

P: Cuando comenzó su vida artística se encontró con una España destruida por la guerra, ¿qué obstáculos encontró en aquel momento para hacer su trabajo? 

R: El mayor obstáculo fue la pobreza. Ser pintor en aquellos momentos era bastante trágico, porque la pintura no interesaba a nadie, en primer lugar porque el problema en esos años era comer, y la pintura no deja de ser un lujo. 

  

P: ¿Sintió la censura en algún momento de la dictadura? 

R: Sí, sí, la censura influyó en todo. Recuerdo la primera exposición que hice en Madrid; requerían que el catálogo pasara por la censura, para ver si tenías algo político en los cuadros, o un desnudo provocativo… Hasta en la pintura estuvo perjudicando, porque era una falta de libertad impresionante el que hubiera una censura para todo. Pero luego la verdad es que la cosa se fue abriendo y cada uno pudo hacer lo que quería hacer, más o menos.
 
Gentes de pueblo.

 

P: Sus paisajes son sobre todo pueblos y ciudades de España, ¿por qué le interesa tanto pintar este tipo de paisajes?

R: Es un poco de romanticismo, un entusiasmo por los pueblos y por las ciudades de España, que además me parece un país extraordinario para un pintor, cuántos artistas han venido a España y se han enamorado de lo que podían hacer aquí. Es un tema inagotable, porque puedes hacer paisajes de pueblos, de gente, de montes…como Toledo, como las llanuras de Castilla, los verdes y azules del norte… en fin, es de una variedad tremenda y una fuente inagotable de pintura.  

  

P: En sus primeros cuadros, en los anteriores a 1950, encontramos una técnica bastante impresionista de pincelada rápida y poco detalle, ¿por qué decidió empezar por ahí? 

R: Yo empecé a pintar sin conocer apenas lo que se había hecho en la pintura, porque estábamos en esos momentos en España aislados completamente y no tenías forma de saber lo que se estaba haciendo fuera. Pero luego resulta que coincidió que las cosas que yo había hecho o estaba haciendo tenían un parecido con pintores franceses o italianos. Es decir, que sin conocerlos, resulta que luego descubrías algo que se parecía a lo que hacía Dufy [pintor expresionista francés de principios del siglo XX] en sus años, por ejemplo. Pero en realidad yo siempre he tratado de ser muy personal, y de sentir las cosas que veo y que hago; eso es lo que realmente me lleva a tener una personalidad, y luego los años son los que hacen al pintor.
Raoul Dufy, El puerto de Le Havre, 1906

 

P: ¿Le hubiese gustado alcanzar mayor notoriedad mediática? 

R: Eso no ha sido nunca una tentación para mí, y he huido de ello, además. Yo siempre he preferido que me dejen en paz y trabajar a mi manera. Creo que esto es un pecado por parte mía, pero cada uno es como es y yo soy así.

  

P: ¿Y nunca se ha sentido poco reconocido o infravalorado? 

R: El reconocimiento del pintor está en que acepten lo que haces, que tengas un público es para mí lo más importante que puede tener un pintor. Y yo en eso no me puedo quejar, porque siempre lo he tenido, y ahora lo tengo más todavía; aunque ya soy viejo y ya no hago exposiciones, hay gente que sigue detrás de lo que uno hace, y sales en subastas… En fin, yo creo que la mía es una obra que está reconocida y valorada, y eso es una satisfacción. 

  

P: ¿Cómo pintaría su vida? 

R: (Piensa durante varios segundos) Uff, no sé. Eso lo podría hacer en un autorretrato, que algunos me he hecho, y lo pintaría como yo soy, tratando de transmitir lo que siento sobre mí.

Un paseo por los caminos de la historia del arte